lunes, 11 de febrero de 2013

Una de Wes Anderson

El mecanismo básico de la crítica consiste en definir autores y movimientos en torno a vocabularios específicos, esquemas consensuados que establecen qué conceptos tienen cabida y qué ideas podemos esperar encontrar en determinados discursos. Nada fascinante, exceptuando tal vez su fase de gestación, ese balbuceo que, con el tiempo, suele derivar en una retahíla de lugares comunes.

La duración de este particular proceso de decantación depende mucho de la densidad de la obra del auteur en cuestión, de su voluntad de incidir más o menos reiteradamente en ciertos temas y de la facilidad o dificultad para asignarle eso que llaman estilo. En el caso de Wes Anderson, por ejemplo, la tarea se antoja sencilla: en cada cinta, el repertorio, completo y plenamente reconocible, de su filmografía. Pero el repertorio no suele bastar, pienso mientras leo algunos artículos sobre Moonrise Kingdom. Parece que muchos de los que la han visto, perspectiva "planeta Anderson" y prisma naïf en ristre, se han quedado a medias, en el "exquisito trabajo visual" y en la "melancolía" que despierta el "amor platónico" de Sam y Suzy (ejemplo de otro mecanismo crítico común, por cierto: presuponer la falta de profundidad del relato para justificar la del análisis). Es una lástima, porque en contra de lo que aparenta creo que es, sino la más, una de las películas más descarnadas del director.

A mi modo de ver, la clave es que Anderson consigue tejer una interesante red en que se superponen diversos niveles narrativos, ya que la historia de amor "onírico-utópica" funciona, además de como fábula, como deconstrucción crítica del imaginario de las relaciones sociales y de pareja, del tratamiento cinematográfico de las mismas y de su propio espacio ficcional. Esencialmente, Moonrise Kingdom es una historia de desengaño que vincula metafóricamente el final de la infancia y el del amor al tiempo que expone las estructuras que construyen el relato cinematográfico. La relación (preadolescente) entre Sam y Suzy no constituye, como se ha querido ver, el reverso de la relación (adulta) entre el capitán Sharp y Laura, como demuestra el hecho de que Anderson dedique buena parte de la película a evidenciar su inconsistencia.

En este sentido, hay una escena especialmente elocuente, una de las conversaciones de la joven pareja en la playa, en medio de cuya apoteosis idealista
"Siempre he deseado ser huérfana. La mayoría de mis personajes preferidos lo son. Creo que vuestras vidas son más especiales".
se nos invita a suspender la credulidad:
"Te quiero, pero no sabes lo que dices".
En el contexto alucinógeno del film, esta declaración evidencia la ficción del relato tanto o más que la (manida) figura del narrador dirigiéndose al espectador. No conviene obviar que Sam, Suzy, Sharp y Laura refuerzan esta idea empleando un doble registro metacinematográfico: el de la parodia del cliché ("Tendría cuidado si fuese tú. Uno de estos días alguien se verá demasiado presionado y quién sabe de lo que será capaz [...] No es una amenaza, es una advertencia"; "no me importa. No tiene sentido. No sin Suzy"; "sólo queremos estar juntos", etc) y el autorreferencial, escéptico ante la propia estructura interna de la obra, como acabamos de ver y como denotan múltiples intervenciones ("No puedo rebatir nada de lo que has dicho, pero tampoco tengo que hacerlo porque tienes doce años"; "no es tonto, pero supongo que sí es algo triste", etc). Es como si se nos invitase a creer en un discurso que se autorrefuta.

Esta polaridad queda evidenciada, además, en un segundo aspecto: el tratamiento de la permanente oposición adultos-niños / autoridad-rebeldía. La familia, el campamento, la burocracia y los servicios sociales componen un sistema represivo al que se enfrentan tanto Sam y Suzy como el resto de los khaki scouts cuando deciden ayudarlos. Podría parecer que su reivindicación representa la verdad frente a la sinrazón de la actitud de los Walt, Laura y Sharp, ahogados en la rutina y la resignación, pero la joven pareja se queda bastante lejos de lo que podría significar una ruptura en términos morales y sociales, como demuestra su inusitado interés por contraer matrimonio (no deja de resultar curioso el entusiasmo con que abrazan el anatema de sus respectivas infancias). Las palabras de Ben sobre la trascendencia de la decisión y la irónica preocupación de los scouts por la precariedad económica de los novios preludian otro momento clave de la película: la huida de los recién casados, que dura exactamente veinte segundos, el tiempo que tarda su velero en dar la vuelta para que Sam pueda tratar de recuperar los prismáticos de Suzy. No volverán al barco, en lo que supone una nueva nota sarcástica: el sueño naufraga en el sueño.

Y si nos ponemos un poco estupendos, a todo lo anterior podríamos añadir que Anderson encuentra incluso en la iconografía modos de hacer visible la dualidad de su historia: en la playa, antes del encuentro "presexual" de Sam y Suzy, la recreación cándida del tema del pintor y la modelo se sitúa a medio camino entre la Olimpia de Manet y la Lolita de Kubrick. Un ejemplo más de esa supuesta rebeldía frente a lo establecido, pero también y de nuevo, una forma de demoler los cimientos del relato empleando su cara más idílica contra sí misma.

¿Ingenuidad? Cero, me temo. De hecho, tras el clímax del campanario, la relación "domesticada" del final de la película parece refrendar esta lectura. Se recomponen, hasta cierto punto y a buen seguro provisionalmente, las estructuras familiares - de control, acatando todos los personajes un orden socialmente aceptable. De la utopía queda el recuerdo, el lienzo en que Sam representa la playa en la aventura fue, transitoriamente, posible. Se acaba el verano, que es también la inocencia de la infancia, que son, también, el amor y la ficción cinematográfica. El último beso de Suzy supone una despedida -dentro y fuera del marco del relato, relativa a su relación pero también a su niñez y a su idealismo- que como adultos podemos reconocer.

Puede que la única forma de volver a esa playa sea como como Pierrot y Marianne... A lo mejor hay que ver Moonrise Kingdom pensando en Godard vestido de Truffaut.

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