domingo, 4 de septiembre de 2011

Ciencia, cultura y mercado

El pasado 24 de agosto, Carlos Martínez Alonso y Javier López Facal publicaron en El País un texto que no tiene desperdicio. Bajo el elocuente título de la investigación, subordinada al mercado, los dos profesores del CSIC sintetizaban con acierto una serie de ideas tan evidentes como frecuentemente olvidadas: que el progreso científico ha estado ligado históricamente a la ambición miope del poder político y a las necesidades militares; que la ciencia ha sido siempre instrumentalizada en beneficio de aquellos que tenían la capacidad de sufragar los costes de su desarrollo; que el cacareado I+D+i es fundamentalmente una receta neoliberal para destinar dinero público a las líneas de investigación susceptibles de generar rentabilidad económica; y, sobre todo, que en ningún sitio está escrito que la ciencia deba ser inmediatamente útil.

[...] de la misma forma que no le faltaba razón a Borges cuando decía aquello de que "la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante", la ciencia tampoco tiene por qué ser inmediatamente útil; a lo que está obligada es a ensanchar de manera honesta e inteligente el campo del conocimiento humano con lo que, además y en no pocas ocasiones, da pie a que se produzcan notables artilugios y admirables innovaciones, como las vacunas, los antibióticos, el láser, el desarrollo de las comunicaciones o Internet. Lo curioso es que se acepta como única política pública un modelo conservador, de entre los varios modelos posibles que nos ofrece el mercado de las ideologías: la formación, el aprendizaje, la equidad, la transparencia, la capacidad crítica o la mejor distribución de los beneficios de la generación del conocimiento se han perdido por el camino, porque los Gobiernos han abrazado acríticamente el credo conservador.

Apenas unos días después, Javier Peláez planteó algo muy similar en una entrada de su blog, la pantomima del modelo sostenible, en la que ponía de manifiesto la hipocresía de la clase política respecto a la innovación tecnológica y la necesidad de los investigadores de lidiar con el infantilismo, el ego y la ignorancia de quienes los alimentan.
En aquel encuentro, uno de de los físicos rusos se le acercó y le preguntó cómo conseguían los científicos americanos los fondos necesarios para poder continuar con sus investigaciones. Price, teniendo en cuenta las múltiples reservas que a buen seguro existían en aquella época al borde de la guerra, le hizo un resumen del largo y tedioso camino burocrático que se debía seguir a la hora de conseguir el dinero indispensable para la ciencia, y en particular para conseguir el presupuesto necesario que requería la construcción de los primeros aceleradores de partículas.

El científico ruso, la historia no ha querido recordar su nombre, movió su cabeza de un lado para otro en señal de negación y le respondió: “Eso no es cierto… no es así cómo lo consiguen. Ustedes obtienen el dinero diciendo que nosotros los rusos tenemos un sincrotrón de 10.000 millones de electrón-voltios y que América necesita uno de 20.000 millones de electrón-voltios”.

Melvin Price sonrió y asintió con la cabeza. Sí, algo de eso hay, ¿así lo consiguen también en Rusia?

El físico ruso miró al americano y contestó: Es la única manera.

Lo paradójico, como señala Peláez, es que algunos políticos tienen las palabras innovación ciencia a flor de labio de manera permanente. Habría que preguntarse qué quieren decir con ellas, porque parece que subsumen conceptos muy diferentes en una idea difusa, casi mística, ligada a esa gran abstracción llamada progreso. Tal vez porque con ellas ocurre lo mismo que con la idea de cultura que, por superabundancia de denotación, y por oscuridad cuasi metafísica de connotación -en palabras de Gustavo Bueno-, ya no quiere decir nada.

Una cosa está clara: promover la ciencia y la cultura -como frase hecha e independientemente de lo que pueda significar- es la máxima expresión de lo políticamente correcto. De ahí que en nombre de ambas -que no en su beneficio- se cometan disparates antológicos con absoluta impunidad; de ahí que se acabe confundiendo aquello que favorece el desarrollo de la investigación científica o cultural con aquello que es beneficioso para las estructuras políticas o económicas que monopolizan tales términos; y de ahí que muchos investigadores, seducidos por la retórica del mercado, reduzcan la importancia de la cultura, la educación y la innovación tecnológica a su rentabilidad económica.

En el fondo se trata de legitimar una doctrina pragmática, que establece la diferencia entre el bien y el mal en función de índices estadísticos... Asumiendo que el bienestar y la felicidad se pueden cuantificar en valores económicos y glorificando una idea muy sesgada de conceptos como crecimiento o desarrollo.

Una cosa es admitir que el sistema tiene unas reglas que escapan a nuestra voluntad y otra, muy diferente, reducir la riqueza a su formulación monetaria, olvidando que nuestro patrimonio va más allá de aquello que produce lucro económico directa o indirectamente. La precariedad no conduce a nada, es obvio, y satisfacer unas condiciones materiales mínimas es un objetivo prioritario. Pero esto no impide que existan bienes tan imprescindibles como no comercializables. Bienes y actividades que se posicionan no en contra, sino al margen de los intereses económicos, con los que no guardan relación directa pero con los que tampoco tienen por qué ser incompatibles.

Todo sería más fácil si reconociésemos que determinadas líneas de investigación son económicamente estériles, y que necesitamos plantear su sustento en términos (económicamente) deficitarios; lo que implica crear mecanismos que aseguren que quienes exploren ciertas opciones intelectuales puedan hacerlo sin la presión de orientar su método y sus intenciones a las demandas del mercado.

Éste es, tal vez, el mayor reto al que se enfrentan las humanidades, que con frecuencia aceptan ser juzgadas en función de baremos que les resultan completamente ajenos (ahí tienen a algunos historiadores del arte, etnólogos y arqueólogos, entregados con fervor al marketing turístico); pero éste es, también, un reto primordial en el ámbito de las ciencias, en el que a menudo se diluyen las fronteras entre las motivaciones primeras de las investigaciones y sus posteriores aplicaciones prácticas, con el consecuente riesgo de restringir aquéllas a los intereses de éstas, cercenando y empobreciendo líneas de trabajo tan fascinantes como necesarias (la publicidad online ya ha engullido muchas de ellas).

Y que conste que no hablo en ningún caso de perseguir utopías. Atrincherarse en la autonomía del conocimiento no conduce a nada, y negar la necesidad de conciliar (sin subordinación) la educación superior y las demandas del mercado laboral, lejos de reducir las desigualdades sociales, las acrecienta. De lo que hablo es de buscar fórmulas para valorar actividades que no inciden directamente en nuestra economía pero que repercuten, de manera evidente, en nuestras vidas; de reconocer lo que aporta la investigación por el mero hecho de ensanchar el campo del conocimiento humano y por abordar problemas cuya solución nadie rentabilizará económicamente. Tal vez así los investigadores podrían dedicarse a lo que realmente saben hacer, en lugar de preocuparse por adornar su trabajo para venderlo, como un producto más, en un mercado ávido de novedades y rarezas.

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