domingo, 6 de marzo de 2011

Zizek y los cínicos

Estados Unidos representa mejor que ninguna otra nación qué debe y, al mismo tiempo, qué no debe ser la democracia. Cuesta creerlo, pero Thomas Jefferson y George Bush Jr. ocupan sendos extremos de un mismo hilo, el de la historia política norteamericana.

Recuerdo, en relación con mis reflexiones del pasado lunes, que en una ocasión David Harvey definió el gobierno de Reagan como el triunfo de la estética sobre la ética. Hoy podemos ir más allá y afirmar que aquella fue una victoria secundaria, mera antesala de otra mucho más elocuente, la de Barack Obama, auténtica encarnación de la concepción estética de la política.

El de Obama es el triunfo de la imagen, de un amplio repertorio de sonrisas, clichés y eslóganes baldíos, de una particular fábrica de ilusiones de cartón piedra. En Reagan la impostura era obvia; Obama es diferente, una versión mejorada. Con motivo de su elección como Presidente, hace casi tres años, Slavoj Zizek publicó un interesante artículo sobre las luces y las sombras del espíritu de su ya célebre Yes, we can. Me quedo con un párrafo:
Cuando hace dos meses los Estados Unidos recordaban la trágica muerte de Martin Luther King, Henry Louis Taylor señaló con amargura: "Todo lo que sabemos es que ese tipo tenía un sueño. No sabemos en qué consistía ese sueño." Ese borramiento de la memoria histórica abarca sobre todo el período posterior a la marcha sobre Washington de 1963, cuando se proclamó a King "el líder moral de nuestro país". Más adelante King se concentró en los temas de la pobreza y el militarismo porque consideró que eran esos, y no sólo el fantasma de la hermandad racial, los temas cruciales para que la igualdad fuera algo real. El precio que pagó por ello fue que se convirtió en un paria.

Todo lo que sabemos es que ese tipo tenía un sueño. No sabemos en qué consistía ese sueño. O la realidad desgarrando las costuras de la hipocresía.

El imaginario de las democracias occidentales se compone casi enteramente de símbolos que carecen de significado, esto es, de mercancía en el sentido más literal de la palabra, retórica hueca de fácil consumo. Y hablar de mercancía es hablar de la gran ciencia de nuestra época, el marketing, sujeto común de diferentes predicados: arte, periodismo, cultura... No es la política la que recurre a la publicidad; es la publicidad la que habla a través de la política.

El lenguaje de la mercadotecnia es infinitamente maleable. Pienso en Saatchi y en su capacidad para definir (construir) el arte británico contemporáneo y el gobierno de Thatcher indistintamente. La estética, entendida exclusivamente como publicidad, es lo contrario de la comunicación o, al menos, sólo una parte de ella. Su formulación es siempre unidireccional, incluso cuando parece admitir respuestas; su modo, inequívocamente imperativo, aun cuando no parece exhortar.

Obama, lejos de ser una causa, es una consecuencia; la consagración del para que todo siga como está, es necesario que todo cambie. Un afroamericano al frente de la primera potencia mundial, reza la anécdota, como si la raza fuese la última frontera... como si a la cúspide del poder se llegase con las manos limpias.

Ésta es la realidad que hemos permitido, la que hemos decidido creer. Nuestra responsabilidad es, tal vez, el único punto en donde debe radicar el optimismo. Hay que abandonar la idea de delegar las transformaciones sociales en el poder o en la servidumbre política. A los historiadores nos gustan los grandes nombres, pero la historia la escriben siempre autores anónimos; parias que entienden que los únicos cambios posibles son los que comienzan por uno mismo.

A medida que se desvanecen las ilusiones que generó la elección de Obama, se hace evidente la vacuidad de esos otros cambios, los que empiezan desde arriba. Nada puede cambiar desde la fidelidad a la perpetuación de un sistema en ruinas.

Creo que el tiempo le está quitando la razón a Zizek para dársela, en parte, a los cínicos. Claro que las ilusiones y los valores importan... pero sólo cuando no son propaganda.


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