viernes, 12 de noviembre de 2010

Tecnología, redes, política y espacio público

"Tu timeline no es EL mundo", leía hace unos días en Calvo con barba; es cierto, por curioso que parezca, en ocasiones utilizamos herramientas que podrían ampliar nuestras perspectivas como simples formas de autoafirmación.

José López Ponce lo ha planteado de una manera más drástica: a su juicio, Twitter propicia una suerte de fast knowledge o conocimiento basura en razón de su formato, que considera apropiado para un consumo rápido y poco reflexivo. No está de más, por cierto, leer su crítica hacia un incipiente etnocentrismo 2.0.

Creo, sin embargo, que el problema es poner el acento en las herramientas, exagerando la importancia de la tecnología, que carece de voluntad. Lo verdaderamente importante es lo que hacemos con ella y, en este sentido, resulta paradójico comprobar que, en una época definida por profundas transformaciones en nuestro modo de procesar la información, hemos perpetuando una buena cantidad de viejos vicios (hoy es nuestro timeline, antaño eran dos cabeceras y dos informativos).

Hablamos continuamente de la importancia de la web 2.0, de las estructuras de trabajo horizontales, de la bidireccionalidad de los procesos comunicativos y de la posibilidad de construir una esfera genuinamente pública. Exigimos un nuevo periodismo, una nueva educación, un nuevo sistema cultural, una nueva empresa... Pero, ¿hasta qué punto se traducen en cambios reales y efectivos estas ideas?

Hablemos claro: la mayoría de la gente no sabe qué es Wikileaks ni quién es Julian Assange, y la decisión de disputar el Madrid - Barça el lunes 29 de noviembre ha tenido mucha mayor repercusión en nuestro país que las negociaciones en torno al ACTA. En ciertos círculos (relativamente amplios, es cierto), estas y otras cuestiones, como la necesidad de promover el software libre o las consecuencias de la promulgación de la Ley Sinde, revisten una importancia capital; en la calle, mayoritariamente, no.

Lo que ocurre es que hay una fractura evidente entre dos formas de entender y emplear las nuevas -es un decir- tecnologías de la información.

Existe un grupo de usuarios que apuesta por la construcción colectiva de un gran espacio de debate y por la redefinición de las formas de acceso a la cultura y a la información. No hablo de una única vía, sino de opiniones enfrentadas -a menudo de manera visceral- bajo la convicción común de que es posible -imprescindible, más bien- lograr una amplia participación social en los mecanismos de decisión política, favoreciendo nuevos modos de gestionar los recursos públicos y abogando por la intervención directa de la ciudadanía.

Frente a esta postura, en cierto modo activista, emerge un amplísimo sector de la población que no participa de manera directa en la producción de contenidos, que no se pronuncia en torno a cuestiones políticas fundamentales y que no expresa sus inquietudes públicamente. Hay mucha gente que no utiliza la red para hacer cosas que antes no podía hacer, ni para llegar a lugares a los que no podía llegar, sino más bien para reforzar ciertas pautas y actitudes, para consolidar su pertenencia a determinados grupos locales y restringidos. Es un uso tan lícito como cualquier otro, pero tiene sus consecuencias.

Castells habla a menudo del fenómeno Obama y de cómo su capacidad para movilizar al electorado en internet resultó clave de cara a su elección. Algunos creyeron ver en este hecho una prueba del poder de las redes y un signo de esperanza; tal vez sea más razonable entenderlo como la demostración de que la tecnología puede ser instrumentalizada en beneficio de un determinado grupo de poder. Al fin y al cabo, ni Obama es un mesías, ni salió de la nada.

Por otro lado, ni las nuevas formas de acceder a la información ni la revelación de documentos que ponen en entredicho a diferentes gobiernos han conseguido generar cambios estructurales a nivel político. En España, por ejemplo, no parece que la indignación frente a la Ley Sinde vaya a echarla por tierra (la estupenda idea de Hacktivistas está teniendo una discreta acogida); y tampoco hay indicios de que nuestro bipartidismo crónico peligre... Por cierto, la ilegalización del famoso canon -parcial e insuficiente- se produjo a raíz del litigio entre la SGAE y Padawan S.L., no a causa de la presión social.

Se supone que internet permite invertir las tornas, al dar voz a quienes no podrían haber tomado la palabra de otro modo, cambiar las cosas. Sin embargo, en la práctica, lo que ocurre es que las grandes maquinarias mediáticas mantienen su hegemonía; mermadas, sí, pero con la capacidad de decidir sobre los asuntos realmente trascendentes ante una desidia generalizada.

No me malinterpretéis, no es una visión pesimista. Lo que intento decir es que (todavía) no estamos aprovechando tanto como podríamos una serie de herramientas que nos ofrecen posibilidades excepcionales. La tecnología evoluciona rápidamente, pero las mentalidades no cambian de la noche a la mañana. Cada día que pasa creo más firmemente que todos los esfuerzos deben concentrarse en la educación: fomentar el pensamiento crítico y una cultura de participación y debate debe ser una absoluta prioridad.

De momento, en muchos sentidos, nos valemos de nuevos soportes para cometer viejos errores. Quiero creer que el verdadero alcance del cambio de paradigma tecnológico está por llegar. Disponemos de los medios adecuados; concebir y promover una nueva cultura y una nueva sociedad es, más que un deseo, una obligación.

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